miércoles, 20 de julio de 2011

Pueblo 4.

PUEBLO 4.
(Texto para adjuntar)

Mar.
Yo no soy escritora, aunque siempre he tenido la necesidad de hablar de mí. Llámalo egocentrismo, pero mirarme el ombligo ha sido desde que recuerde una necesidad. Hoy, por ejemplo, tengo el día libre y no se me ocurre nada mejor que hacer.
Soy dependienta en una pequeña lavandería que hay junto al ayuntamiento, en la acera que enfrenta con la iglesia. Mi pueblo, al igual que mi mundo, es pequeño. Vine aquí a vivir porque me harté de la inmensidad de las ciudades. Conozco, aunque sea de vista a toda la gente de por aquí. Tengo tres amigos: Pablo, Laia y Azucena. Los tres forman el grupo intelectual de la zona. Pablo es traductor de italiano, Laia es la bibliotecaria y Azucena es escultora y una fuerza viva. Yo para completar el círculo me dedico a leer lo que Pablo traduce, Pavesse fundamentalmente, a admirar las creaciones de Azucena, y los libros, películas y discos de la biblioteca que Laia selecciona y compra. Entretanto lavo y plancho toda la ropa de los hoteles rurales de la zona, porque los del pueblo lavan en sus lavadoras. Me gusta el cine de Isabel Coixet porque ella sabe lo que es lavar la ropa. La gente que visita los hoteles es muy cerda porque recogen los charcos de la ducha con las toallas blancas, pero bueno,  gracias a ellos tengo trabajo. Al resto del pueblo los conozco más por sus oficios que por sus nombres: el panadero, la carnicera, la frutera que se llama Generosa aunque pesa los kilos cortos y te pone al menos una pieza podrida entre las demás. El alguacil, la alcaldesa, el cura, el de la casa rural, los prejubilados de la mina que juegan al dominó…
Tengo dos perros, un pez y una mosca. Con los perros y el pez es fácil, darles de comer y hacerles compañía, pero la mosca es una escapista profesional y no quiere más que huir. Tengo que llevar un cuidado enorme cuando salgo por la puerta o abro una ventana. Normalmente cuando voy a salir tomo precauciones y observo  mi alrededor muy atentamente pues cualquier error sería fatal. Si la veo la espanto con mis brazos en molinillo y después salgo rápidamente.  Pablo dice que pensar que una mosca es tu mascota supera el frikismo al que les tengo acostumbrados y yo le digo que traducir a autores suicidas agria el carácter. Entonces Azucena dice: ¡Muy bien! ¡Así se hace! Y me besa la parte da arriba de la cabeza. Yo creo que Azucena querría besarme más, que le gusto un poco, lo que pasa es que como somos amigas no me lo dice. De su última novia ya hace más que algún tiempo y aquí en el pueblo la oferta es tan limitada que resulta inexistente en su caso. Yo a veces la acompaño a Barcelona, salimos, bebemos y ella al final siempre acaba ligando porque es muy guapa, además de lanzada. Entonces vuelvo sola al hotel, y la espero leyendo. Ha habido veces que la he esperado hasta el domingo por la noche, apurando la hora en la que sale el último tren. Por lo general aparece a los dos o tres días con buena o mala cara dependiendo de si del rollete se deriva o no una débil esperanza. En cambio Laia, Pablo y yo somos unos solterones recalcitrantes. Y lo que en Azucena es una constante búsqueda en nosotros tres es una constante huida. Como que sobra.
Yo creo que la vida se puede pasar lavando y planchando. Me he acostumbrado a no pedir nada mas, esto es lo que me han traído mis treinta y ocho: crisis, tristeza y finalmente aceptación. Esto quise ser, quien creí que era y por fin esto soy. Atrás han quedado mis espasmos de huida hacia adelante, aquella época en que llenaba el tiempo con un ir y venir vacio de sentido pero que calmaba la ansiedad, que atiborraba las horas con movimientos inútiles que vaciaban la mente. Se trata de apechugar con las decisiones que tomaste, no hay marcha atrás, pudiste ser otra cosa completamente distinta o no, pero ahora estas aquí, en la casilla 38 del parchís de ocho y puedes tirar y seguir jugando o lamentarte pensando en las posibilidades del tiro anterior.

Pablo.
Me llamo Pablo y soy el rarito de mi pueblo. Mi madre era de aquí, de toda la vida. Un verano vinieron a pasar sus vacaciones una familia de italianos y mi madre quedó embarazada de Paolo, el padre. Mi madre me aseguró que supo que yo venía justo después de que esta familia se hubiera marchado y que no tuvo forma de contactar con él, así que mi padre nunca ha sabido de mi existencia. Yo no he visto ni siquiera una foto suya pero desde siempre he tenido inclinación por todo lo italiano: su literatura, su cine, su historia y por supuesto su lengua. Soy traductor de italiano. Tengo mal carácter y soy, según mis amigas, bastante egoísta. Me avergüenza un poco tener las amistades que tengo pero es que aquí en el pueblo no hay mucho donde elegir. Por ejemplo Laia, la bibliotecaria, siempre callada, siempre como temiendo que venga alguien y la asuste por detrás. Cuando la conocí pensé que era una persona introvertida, algo tímida, pero con el tiempo he llegado a saber que es el miedo lo que la paraliza. Miedo ¿miedo a qué? ¿A que venga un borrego del pastor y te muerda la pantorrilla? ¿A que la panadera te ponga las rosquillas de la semana pasada? Por favor, no la soporto. Siempre hablando bajito como si toda su vida sucediese en el interior de la biblioteca.  O la friki de Mar que se dedica a limpiar la mierda de los señoritos de los hoteles teniendo la herencia de su marido intacta. Gástate la pasta y deja de limpiar mierda, le digo ¿qué falta te hace? Tú no lo entiendes ni lo entenderás jamás. Por eso no me molesto en explicártelo. Y deja de meterte en mi vida ¿qué falta te hace?
Azucena es otra cosa, casi lo contrario a las anteriores. Vive a ritmo de primer día de rebajas aquí en un pueblo de 400 habitantes. Hace escultura pero también instalaciones por toda Europa. Yo la he acompañado a alguna. Se ha ganado un puesto en lo suyo, aunque no sé si merecidamente porque a veces hace cada mierda... En fin, que a eso se reduce mi grupo de amigos porque aquí, en el pueblo, la media de edad ronda los 70.
Laia.
Mi nombre es Laia. Los hombres dicen de mí que soy tan fea que solo valgo para trabajar, y eso es lo único en lo que invierto mi tiempo, en trabajar en la biblioteca de mi pueblo. A veces quedo con mis amigos Pablo, Mar y Azucena, que son encantadores. Me hacen la vida más agradable, porque a parte de ellos estoy sola en la vida. No tengo familia desde los 17. Me gusta el vino. Yo misma hago el mío propio porque aquí en el pueblo hay costumbre. Este año los de la cooperativa dicen que saldrá bueno, que daba una graduación de 14 al llevarlo. Por las noches bebo. Sola. Intento no hacerlo, pero a eso de las diez, después de cenar, hay como un resorte en mi mente que me hace beber y olvidar. Esto solo lo sabe Azucena porque alguna noche ha aparecido a horas intempestivas y me ha pillado. Azucena es así, se te planta sin avisar con cualquier escusa estúpida, pero confío en ella. Sé que aunque me regaña no va a ir aireándolo por ahí. Imagínate si en el pueblo se supiera, todas las beatas iban a poner el grito en el cielo. Me gusta Internet porque me da la posibilidad de leer a gente que esta fuera de los círculos editoriales. También me gustan el flamenco, el jazz y las películas antiguas. Compro las que puedo con los míseros fondos de la biblioteca pero luego nadie las coge y me deprimo enormemente. El otro día una vieja me preguntaba que cuándo iba a traer el Papito de Miguel Bosé. Yo le dije que lo pondría en las desideratas y en cuanto se fue saqué mi petaquita y me eché un traguito. 

 Soy Azucena. La artista de esta exposición: Pueblo 4.
He pedido a mis tres mejores amigos que me ayuden con la instalación que ven ustedes expuesta: les convencí para que escribieran unas líneas sobre sí mismos y sobre los demás para utilizarlas sobreimpresionadas en fotografías y vídeos del proyecto Pueblo 4. Y así ha quedado, como observan ustedes en este momento.
Y ahora me toca hablar un poco de mí, pero también un poco de ellos.
Yo creo fervientemente que la gente está necesitada de amor. Sí, aunque suene a Beatles. Nos escondemos en nuestro caparazón, en nuestra coraza, y esperamos, cual portera de finca, para largar al que se acerque con cajas destempladas ¿Por qué? Vete tú a saber. Y lo peor de todo es que se acrecienta con la edad. Pero a poco que insistas, a poco que rasques a unos centímetros de la corteza, encontrarás que la gente se siente sola: ¡solísima! Y ahí es donde entro yo, porque soy, por así decirlo, un alma caritativa, humana, compasiva y comprensiva, misericordiosa, piadosa, humanitaria y bondadosa.
Es cierto, como asegura Mar, que a veces ligo en Barcelona, pero eso solo ocurre cuando ella me rechaza, porque el resto de las veces me acuesto con ella y le hago el amor. Así se olvida un rato de sus toallas sucias y de la ausencia del amor de su vida: su marido que murió hace un par de años.
El duro e insensible de Pablo también necesita amor, o al menos eso es lo que a mí me parece cuando me acompaña a alguna exposición y por la noche me deja colarme en su habitación.
Laia por su parte es toda dulzura, y cuando veo su facebook conectado a las 3 de la mañana sé perfectamente que se siente sola y que me necesita. Entonces me presento en su casa, la riño por borracha y le doy los besos que no pide por timidez.
Supongo que en la exposición que se celebra en agosto y septiembre en Moscú habrá poca gente que sepa español. De entre ellos, aunque asista alguno que sepa el idioma, dudo que se pare a leer porque, está demostrado, cada vez se lee menos. A mis amigos no les voy a enseñar la parte que aquí escribo. Así que todo esto de poco servirá. Por mi parte es suficiente. Quiero agradecer a los moscovitas el espacio prestado para este grito ahogado:
En mi pueblo somos 4. Nos amamos. Y lo escondemos.  Lo que ocurre, es que a mí me gusta esconderlo al sol.