viernes, 11 de noviembre de 2011

Things are queer.

Ella era muy celosa y él irresistiblemente guapo. Formaban, por así decirlo, un tándem explosivo. Él vivía en un piso destartalado de la calle Sueca mientras ella se desvivía en la otra punta de la ciudad.
Todas las mañanas, antes de ir a su trabajo, cogía hasta tres autobuses para espiar su salida de casa. Se acodaba expectante en la barra del bar que enfrentaba con el portal de su novio y esperaba, con el café pagado de antemano para poder salir detrás de él en cuanto sus preciosos pies pisasen la acera. Lo seguía con el corazón acelerado, a una distancia prudencial, la justa para poder observarlo sin ser vista. A veces, se cruzaba con un chico que esperaba en un portal y ella imaginaba con cierta envidia que aguardaba a su novia para acompañarla al trabajo. Cuando su novio se agachaba para levantar la persiana de la academia y empezar así su jornada, ella cruzaba por el semáforo y desde allí seguía hasta la parada del autobús que la llevaba a su oficina. En ese momento empezaba su desdicha. Lo imaginaba tratando con todas esas alumnas que, con la excusa del inglés, iban a verlo, a proponerle cosas, a acosarlo. En su imaginación él aparecía sonriente, ingenuo a veces, siguiendo las bromas a las viejas y deseando a las jóvenes. Estaba cantado que al final pasara lo que pasó.
Todo comenzó a precipitarse un 11 de noviembre. Cuando ella llegó a su oficina y encendió el ordenador lo primero que hizo fue abrir el correo por si él le había mandado algo la noche anterior. Algunas veces le enviaba FWs rematadamente cursis o que intentaban, sin siquiera acercarse, ser graciosos. No le interesaban lo más mínimo, pero el que los hubiese, que apareciesen flamantes en un bandeja de entrada, significaba que había pensado en ella. Y ello pese a que su dirección apareciese sepultada entre toda la larga lista de contactos. Se sabía a toda esa gente de memoria: amigos comunes, compañeros de su anterior trabajo, sus hermanos, sus cuñadas… Siempre la repasaba para cerciorarse de que no incluía a nadie más. Y una vez comprobado este hecho, sus pensamientos se centraban en cada una de las mujeres que contenía la lista. Amonterde era Amparo, una amiga suya de la que no cabía fiarse, pues lo había dejado con su pareja hacía un par de meses y andaba, siempre según ella, loquita por acostarse con un novio como el suyo. Miren123 era una amiga suya de la facultad que pesaba cercana al apellido de su dirección de email, pero tampoco cabía fiarse, pues una vez, entre bromas, le había oído a él decir a sus amigos que las gordas eran las mejores en la cama porque eran más generosas ¡Generosas! ¡Dios mío! ¿A qué podría referirse? Esa misma noche se empleó a fondo y le mostró lo que, siempre según sus pensamientos, significaba la generosidad.
Por no pararse con las zorras de sus cuñadas pensó ahora en catviq y texmar, es decir, Catalina y Teresa. Sí, sí, tenían coartada, estaban casadas y también por ello aburridas de dormir muchos años en el mismo lado de la cama. A esas les sobraban las ganas. No podía resistirlo, tenía que entrar en su correo y comprobar qué le habían contestado, mirar qué mensajes había mandado él. Aprovechaba para estos menesteres los momentos en que él se metía en la ducha. Como vivía solo siempre dejaba marcada su contraseña y ella sólo tenía que darle a la página del correo para que la pantalla desvelara su bandeja de entrada. Leía con rapidez, discriminado aquello que no tenía interés y teniendo la precaución de marcar después lo leído como no leído.
Una vez, entre risas, ella le dijo: “Contémonoslo todo, lo que pensamos, lo que ansiamos, lo que hemos vivido y hasta nuestras contraseñas del Hotmail. La mía es tu nombre: Clive con la primera en mayúscula.” Él la abrazó feliz, sujetó su cara entre ambas manos y mirándola a los ojos le dijo: “Yo nunca podría tener un secreto que no pudiera compartir contigo” Después de esto la besó. El beso se alargó demasiado. Ella se angustiaba por la duración, porque cuanto más se extendiera aquello menos pegaría después la contra pregunta: ¿Y tu contraseña? ¿Cuál es la tuya? El largo beso llevó a otros besos de los que no pudo disfrutar, a otras caricias de las que ahora solo le quedaba un recuerdo agridulce. Finalmente no se atrevió a preguntar.
Sentada en el centro de su oficina tuvo una idea: su trabajo era lo que la separaba de él. Su jefa, esa arpía con cara de caballo, se interponía entre ella y él. Si hubiese sido más comprensiva, más cercana, hubiese bastado decirle que por la tarde tenía dentista. Correría hasta la academia y le pediría las llaves de su piso. “Mi jefa me ha dado la tarde libre, así que hoy te espero en casa con la comida preparada”. Mientras un par de pechugas se asaban a fuego lento ella podría ver qué le había contestado catviq, texmar, miren123, Amonterde e incluso las cerdas de sus cuñadas. Pero allí estaba su jefa, controlándola todo el tiempo. La que exigía con avaricia los partes médicos si un día te levantabas constipada. No, no podía decir que iría al dentista porque luego no tendría el parte. Lo mejor sería despedirse. En febrero cumpliría tres años trabajando lo que significaba que tendría unos once meses de paro. ¡Oh, sí! Once meses en los que no volvería a sufrir. Podría conocer cada uno de sus movimientos. Le haría la comida. Remolonearía por las tardes hasta que la noche y el frio le dieran la excusa de no volver a su piso. Se esforzaría porque todo fuese de su agrado, el orden de la casa, su humor, cientos de cervezas frías esperándolo. Podría, poco a poco, lanzar la propuesta: “ya casi vivimos juntos ¿por qué no borrar el casi de una vez por todas? ¡Oh cielos! Mañana, tarde y noche sólo para ella.
Mientras tanto Clive en su academia pensaba angustiado en la forma de librarse de Ana. Se había enamorado de su cuñada Lola. El matrimonio de su hermano hacía años que hacía aguas. Él solo había tratado de conocerla un poco mejor pero después las cosas se habían precipitado. No pasaba nada. No era tan malo, lo había visto en Hannah y sus hermanas.  Esas cosas pasan entre cuñados. Pero al pensar en su novia un sentimiento de culpa lo paralizaba. Ella era… tan complaciente, tan buena persona. Siempre estaba atenta a sus sentimientos, a sus caprichos. Bastaba que expresara en voz alta cualquier deseo, cualquier nimiedad insignificante, para que ella corriese a concedérselo. Era buena amiga, trabajadora y… rematadamente aburrida. En cambio Lola era tan distinta a todas las mujeres que había conocido. Bella, inteligente, graciosa, divertida… Pero no, no ¡No! Todo aquello debía acabar ¿Cómo iba a sentirse su hermano si se enteraba? Quedaría con Lola y zanjaría definitivamente el asunto. Obviaba que cuando uno está enamorado la mente busca los más enrevesados subterfugios para ver a la persona amada.
La llamó por teléfono y la invitó a comer. Ella le dijo que no era buena idea, cualquier conocido podría cruzarse con ellos y entonces qué ¿Cómo explicarlo? Él estuvo de acuerdo, no era buena idea salir, así que la invitó a su casa.
-Te prepararé mi mejor plato, pechugas a la plancha con un poco de ensalada de sobre, ya sabes que soy un gran cocinero- dijo riendo.
-No deberíamos vernos tanto- le dijo ella- No quiero engancharme.
- Sólo hoy, ya no te lio más.
En ese mismo instante, al otro lado de la ciudad, Ana se levantó de su escritorio, apagó el ordenador y se dirigió hacia su jefa.
-Elena necesito hablar contigo.
- Uy qué cara ¿qué pasa?
- Elena escúchame, por favor. Llevo casi tres años trabajando aquí y ¿qué he conseguido? Nada, nada en absoluto. Mi sueldo es aceptable pero se evapora a mitad de mes. Necesito tiempo, descansar, desconectar. Elena, por favor, necesito que me arregles los papeles del paro.
- ¡Pero qué dices! Me dejas de piedra.
- Que no aguanto más, que me voy, que me largo.
- Pero si trabajas de maravilla. Apenas te has puesto enferma en tres años. Estamos contentos contigo. Te pagamos bien, eso no me lo puedes negar. Mira hagamos una cosa, vete a casa y descansa. Tómate la tarde libre. O mejor cógete una semana de vacaciones.
Ana dudó unos instantes.
- ¿Y qué arreglamos con eso? No. La semana que viene será igual. Y la otra, y la otra…
- Ana, por favor, piénsalo un poco. Estamos en crisis, la tasa de paro ronda el 20% ¿Qué harás el año que viene? Volver ni por asomo. Si me gastas esta putada, si me dejas tirada en mitad del proyecto… Tómate unos días, ya no vuelvas esta tarde. Seguro que en casa recapacitas.
- Gracias por preocuparte por mí pero necesito marcharme ¿me arreglarás los papeles?
- Sí, Ana, sí, te arreglaré los papeles justo después de mandarte a la mierda.
- ¡Gracias! ¡Te quiero! Dame un par de besos. Avísame cuando los tengas y no incluyas la indemnización por despido, no es dinero lo que necesito sino libertad.
Ana se dirigió hacia la academia volando a diez centímetros del suelo mientras los cuñados hacían el amor en el piso de él. Le contaría que a Elena no le iban bien las cosas y que la había despedido. Sí, le echaría la culpa a la crisis y asunto arreglado. Le pediría las llaves y le daría un beso pequeño, de esos que buscan dar pena y piden consuelo.
Mientras esperaba el autobús decidió llamarlo, pero él, ocupado en otras cosas, cortó la llamada. Un chico se agachó delante de ella y cogió algo del suelo. Al colgar Ana le preguntó:
- ¿Qué has cogido? ¿Se me ha caído algo?
- No. En realidad no había nada en el suelo. Es solo que… bueno, quería conocerte.
Se lo quedó mirando de hito en hito. Era rematadamente feo y llevaba unas gafas estilo años sesenta bastante horripilantes.
- Que quieres conocerme, ya. Pues nada hijo, me llamo Celeste - y le plantó dos besos.
No pudo resistirlo, estaba tan contenta que le pareció gracioso seguirle el rollo a ver qué pasaba.
- Yo me llamo Carlos y tú, dijo con aire divertido, tú no te llamas Celeste sino Ana. ¿Tienes un momento? ¿Tomamos un café?
- No puedo, he quedado a comer con mi novio- mintió.
- Sólo será un momento ¿No te suena mi cara? Dame cinco minutos.
Entonces se acordó, era el chico que todas las mañanas esperaba a su novia en el portal.
Entraron en un bar cercano a la parada del bus. En él Carlos le contó que se habían conocido una noche en un bar de Ruzafa hacia unos meses. Él iba con un grupo de amigos y tenían una amiga común.
- ¿De verdad no te suena mi cara?
Desde aquella noche Carlos se había obsesionado con Ana. Todas las mañanas la seguía en su periplo matutino, a cierta distancia para no ser visto. A veces se situaba en mitad de su camino para ver si ella se fijaba en él.
- Sabes - le dijo - yo sé que tú haces lo mismo que hago yo.
Le había tocado pedirse una reducción de jornada para poder abarcar también las tardes.
Ana le miraba entre divertida y alucinada. Después de todo, las gafas no eran tan horripilantes, tenían cierto estilo vintage.
Su ansiedad había ido en aumento. Necesitaba verla a todas horas. Así fue como empezó a barajar la posibilidad de dejar su trabajo, hasta que un día dio con la solución. Echó un currículum en la empresa de Ana  e hizo una entrevista con Elena bastante aceptable. No podía creerlo, pero Elena lo acababa de llamar hacía sólo quince minutos, mientras él espiaba como siempre su salida a comer.
- Bueno la situación es ésta - le dijo- Podríamos trabajar juntos a partir de mañana. Aunque el sueldo es inferior ahora mismo voy a despedirme en mi trabajo, pero antes quería contártelo todo.

Hubo un largo silencio tras el cual Ana lo miró a los ojos y le sonrió ampliamente. Se giró hacia el camarero y pidió dos whiskys.

For the gentleman and the lady Welland, my friends.