lunes, 19 de diciembre de 2011

Dejen que al menos escape la gata

Mostrador de carnicería, luz eléctrica irradiando sobre los trozos de carne despedazada, dándole un aspecto más fresco del que realmente tiene. Todo es cuestión de luminotecnia.
Separados por su procedencia, los pedazos se extienden a lo largo del mostrador: cordero por un lado, cerdo por otro, pollo, pavo… Cada uno tiene su espacio asignado, sin mezclarse con el resto. Cada cual con su leyenda, su cartelito, su precio.
Tú, ama de casa, llegas con tu carro comprado en el chino. Eres nueva en el pueblo y tienes que vencer tu timidez, tus reservas. Abrir la puerta y acceder.
Una vez dentro te sientes observada por el resto de ojos que miran indistintamente hacia el mostrador y hacia ti. Por un momento te das cuenta que has pasado a formar parte del mostrador y estas dentro. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Y te acomodas, o más bien te arrebujas, entre el pavo y un trozo verde de planta de plástico que adorna por contraste el rojo de la ternera de al lado.
Tímida, pides la vez y los ojos que te miran, qué importa que sean otros ojos, son los de las habituales. Miradas expertas cargadas de prejuicios. Categorizar para vivir: “No me pongas la carne ya picada. Ponme de este trozo de aquí. Sí, es que me gusta que me la piques en el momento.”
Mar Muñoz, la carnicera, asiente paciente. Está acostumbrada a las desconfianzas. Sabe que son mecanismos de defensa y sabe también que no es por maldad, pero cuando después esta cortándote el cordero, astilla queriendo un trozo de hueso que te irá a parar al hueco de la muela y te hará recordarla en mitad de una futura comida.
Tú, ama de casa, nueva en el pueblo, sigues acodada entre el trozo de pechuga y el verde irreal, esperando tu turno, iluminada por una luz cualquiera, y entonces, otra iluminada por otra luz cualquiera se gira y te mira sonriendo pero con ojos tristes: Si puedes escapa.
¿Tiene alto el colesterol o es una pro vegetariana infiltrada?
Seguramente es una persona sensata a la que tú, entregada al júbilo del vuelo, a los festejos carnívoros navideños, no quieres escuchar. Escápate porque luego duele.
Y de pronto observas que un silencio se vuelca sobre la carnicería y  que los trozos de carne comienzan a levitar. El primero en lanzar su ataque es un pedazo de lomo de cerdo que va a parar directamente al ojo de la mujer que estaba pidiendo. La aguja de la chuleta explosiona el globo ocular y salpica de un líquido extraño el cristal del mostrador.
- ¡Aaaaaaaaaa!- Se la oye gritar.
Una torva de señoras valenciano-parlantes intenta escapar y pasarte por encima cuando un jamón serrano colgado por la pezuña se ladea violentamente y desnuca a la siguiente de la cola.
- ¡Mar! ¡La kriptonita!- Oye que grita una abuela de ojos azules y pelo morado.
Unas tiras de zarajos se deslían de su palo y van a rodear el cuello de la vieja hasta casi ahogarla.
- ¡La kriptonita!- se desespera- ¡La kriptonita!
Ristras de longanizas y chorizos empiezan a lanzar latigazos a diestro y siniestro y el silencio se transforma en la banda sonora de película de terror.
En ese instante la carnicera ya no es Mar Muñoz, sino Uma Thurman en Pulp Fiction y de debajo del mostrador saca una pistola de agua de su sobrino y rocía todos los pedazos levitantes de un líquido hormonado. Un sonido de gong acompaña a los pedazos hasta su sitio.
Alguien entreabre la puerta y se escapa la gata. Tú quieres ser la gata, cuando escuchas:
- La fiesta ha terminado. ¿Quién va?
¿Quién VA?
 ¡LA SIGUIENTEEEE!- Se  oye rugir a la carnicera con voz enronquecida.
- Yo- contesto tímida – La siguiente creo que soy yo.


viernes, 11 de noviembre de 2011

Things are queer.

Ella era muy celosa y él irresistiblemente guapo. Formaban, por así decirlo, un tándem explosivo. Él vivía en un piso destartalado de la calle Sueca mientras ella se desvivía en la otra punta de la ciudad.
Todas las mañanas, antes de ir a su trabajo, cogía hasta tres autobuses para espiar su salida de casa. Se acodaba expectante en la barra del bar que enfrentaba con el portal de su novio y esperaba, con el café pagado de antemano para poder salir detrás de él en cuanto sus preciosos pies pisasen la acera. Lo seguía con el corazón acelerado, a una distancia prudencial, la justa para poder observarlo sin ser vista. A veces, se cruzaba con un chico que esperaba en un portal y ella imaginaba con cierta envidia que aguardaba a su novia para acompañarla al trabajo. Cuando su novio se agachaba para levantar la persiana de la academia y empezar así su jornada, ella cruzaba por el semáforo y desde allí seguía hasta la parada del autobús que la llevaba a su oficina. En ese momento empezaba su desdicha. Lo imaginaba tratando con todas esas alumnas que, con la excusa del inglés, iban a verlo, a proponerle cosas, a acosarlo. En su imaginación él aparecía sonriente, ingenuo a veces, siguiendo las bromas a las viejas y deseando a las jóvenes. Estaba cantado que al final pasara lo que pasó.
Todo comenzó a precipitarse un 11 de noviembre. Cuando ella llegó a su oficina y encendió el ordenador lo primero que hizo fue abrir el correo por si él le había mandado algo la noche anterior. Algunas veces le enviaba FWs rematadamente cursis o que intentaban, sin siquiera acercarse, ser graciosos. No le interesaban lo más mínimo, pero el que los hubiese, que apareciesen flamantes en un bandeja de entrada, significaba que había pensado en ella. Y ello pese a que su dirección apareciese sepultada entre toda la larga lista de contactos. Se sabía a toda esa gente de memoria: amigos comunes, compañeros de su anterior trabajo, sus hermanos, sus cuñadas… Siempre la repasaba para cerciorarse de que no incluía a nadie más. Y una vez comprobado este hecho, sus pensamientos se centraban en cada una de las mujeres que contenía la lista. Amonterde era Amparo, una amiga suya de la que no cabía fiarse, pues lo había dejado con su pareja hacía un par de meses y andaba, siempre según ella, loquita por acostarse con un novio como el suyo. Miren123 era una amiga suya de la facultad que pesaba cercana al apellido de su dirección de email, pero tampoco cabía fiarse, pues una vez, entre bromas, le había oído a él decir a sus amigos que las gordas eran las mejores en la cama porque eran más generosas ¡Generosas! ¡Dios mío! ¿A qué podría referirse? Esa misma noche se empleó a fondo y le mostró lo que, siempre según sus pensamientos, significaba la generosidad.
Por no pararse con las zorras de sus cuñadas pensó ahora en catviq y texmar, es decir, Catalina y Teresa. Sí, sí, tenían coartada, estaban casadas y también por ello aburridas de dormir muchos años en el mismo lado de la cama. A esas les sobraban las ganas. No podía resistirlo, tenía que entrar en su correo y comprobar qué le habían contestado, mirar qué mensajes había mandado él. Aprovechaba para estos menesteres los momentos en que él se metía en la ducha. Como vivía solo siempre dejaba marcada su contraseña y ella sólo tenía que darle a la página del correo para que la pantalla desvelara su bandeja de entrada. Leía con rapidez, discriminado aquello que no tenía interés y teniendo la precaución de marcar después lo leído como no leído.
Una vez, entre risas, ella le dijo: “Contémonoslo todo, lo que pensamos, lo que ansiamos, lo que hemos vivido y hasta nuestras contraseñas del Hotmail. La mía es tu nombre: Clive con la primera en mayúscula.” Él la abrazó feliz, sujetó su cara entre ambas manos y mirándola a los ojos le dijo: “Yo nunca podría tener un secreto que no pudiera compartir contigo” Después de esto la besó. El beso se alargó demasiado. Ella se angustiaba por la duración, porque cuanto más se extendiera aquello menos pegaría después la contra pregunta: ¿Y tu contraseña? ¿Cuál es la tuya? El largo beso llevó a otros besos de los que no pudo disfrutar, a otras caricias de las que ahora solo le quedaba un recuerdo agridulce. Finalmente no se atrevió a preguntar.
Sentada en el centro de su oficina tuvo una idea: su trabajo era lo que la separaba de él. Su jefa, esa arpía con cara de caballo, se interponía entre ella y él. Si hubiese sido más comprensiva, más cercana, hubiese bastado decirle que por la tarde tenía dentista. Correría hasta la academia y le pediría las llaves de su piso. “Mi jefa me ha dado la tarde libre, así que hoy te espero en casa con la comida preparada”. Mientras un par de pechugas se asaban a fuego lento ella podría ver qué le había contestado catviq, texmar, miren123, Amonterde e incluso las cerdas de sus cuñadas. Pero allí estaba su jefa, controlándola todo el tiempo. La que exigía con avaricia los partes médicos si un día te levantabas constipada. No, no podía decir que iría al dentista porque luego no tendría el parte. Lo mejor sería despedirse. En febrero cumpliría tres años trabajando lo que significaba que tendría unos once meses de paro. ¡Oh, sí! Once meses en los que no volvería a sufrir. Podría conocer cada uno de sus movimientos. Le haría la comida. Remolonearía por las tardes hasta que la noche y el frio le dieran la excusa de no volver a su piso. Se esforzaría porque todo fuese de su agrado, el orden de la casa, su humor, cientos de cervezas frías esperándolo. Podría, poco a poco, lanzar la propuesta: “ya casi vivimos juntos ¿por qué no borrar el casi de una vez por todas? ¡Oh cielos! Mañana, tarde y noche sólo para ella.
Mientras tanto Clive en su academia pensaba angustiado en la forma de librarse de Ana. Se había enamorado de su cuñada Lola. El matrimonio de su hermano hacía años que hacía aguas. Él solo había tratado de conocerla un poco mejor pero después las cosas se habían precipitado. No pasaba nada. No era tan malo, lo había visto en Hannah y sus hermanas.  Esas cosas pasan entre cuñados. Pero al pensar en su novia un sentimiento de culpa lo paralizaba. Ella era… tan complaciente, tan buena persona. Siempre estaba atenta a sus sentimientos, a sus caprichos. Bastaba que expresara en voz alta cualquier deseo, cualquier nimiedad insignificante, para que ella corriese a concedérselo. Era buena amiga, trabajadora y… rematadamente aburrida. En cambio Lola era tan distinta a todas las mujeres que había conocido. Bella, inteligente, graciosa, divertida… Pero no, no ¡No! Todo aquello debía acabar ¿Cómo iba a sentirse su hermano si se enteraba? Quedaría con Lola y zanjaría definitivamente el asunto. Obviaba que cuando uno está enamorado la mente busca los más enrevesados subterfugios para ver a la persona amada.
La llamó por teléfono y la invitó a comer. Ella le dijo que no era buena idea, cualquier conocido podría cruzarse con ellos y entonces qué ¿Cómo explicarlo? Él estuvo de acuerdo, no era buena idea salir, así que la invitó a su casa.
-Te prepararé mi mejor plato, pechugas a la plancha con un poco de ensalada de sobre, ya sabes que soy un gran cocinero- dijo riendo.
-No deberíamos vernos tanto- le dijo ella- No quiero engancharme.
- Sólo hoy, ya no te lio más.
En ese mismo instante, al otro lado de la ciudad, Ana se levantó de su escritorio, apagó el ordenador y se dirigió hacia su jefa.
-Elena necesito hablar contigo.
- Uy qué cara ¿qué pasa?
- Elena escúchame, por favor. Llevo casi tres años trabajando aquí y ¿qué he conseguido? Nada, nada en absoluto. Mi sueldo es aceptable pero se evapora a mitad de mes. Necesito tiempo, descansar, desconectar. Elena, por favor, necesito que me arregles los papeles del paro.
- ¡Pero qué dices! Me dejas de piedra.
- Que no aguanto más, que me voy, que me largo.
- Pero si trabajas de maravilla. Apenas te has puesto enferma en tres años. Estamos contentos contigo. Te pagamos bien, eso no me lo puedes negar. Mira hagamos una cosa, vete a casa y descansa. Tómate la tarde libre. O mejor cógete una semana de vacaciones.
Ana dudó unos instantes.
- ¿Y qué arreglamos con eso? No. La semana que viene será igual. Y la otra, y la otra…
- Ana, por favor, piénsalo un poco. Estamos en crisis, la tasa de paro ronda el 20% ¿Qué harás el año que viene? Volver ni por asomo. Si me gastas esta putada, si me dejas tirada en mitad del proyecto… Tómate unos días, ya no vuelvas esta tarde. Seguro que en casa recapacitas.
- Gracias por preocuparte por mí pero necesito marcharme ¿me arreglarás los papeles?
- Sí, Ana, sí, te arreglaré los papeles justo después de mandarte a la mierda.
- ¡Gracias! ¡Te quiero! Dame un par de besos. Avísame cuando los tengas y no incluyas la indemnización por despido, no es dinero lo que necesito sino libertad.
Ana se dirigió hacia la academia volando a diez centímetros del suelo mientras los cuñados hacían el amor en el piso de él. Le contaría que a Elena no le iban bien las cosas y que la había despedido. Sí, le echaría la culpa a la crisis y asunto arreglado. Le pediría las llaves y le daría un beso pequeño, de esos que buscan dar pena y piden consuelo.
Mientras esperaba el autobús decidió llamarlo, pero él, ocupado en otras cosas, cortó la llamada. Un chico se agachó delante de ella y cogió algo del suelo. Al colgar Ana le preguntó:
- ¿Qué has cogido? ¿Se me ha caído algo?
- No. En realidad no había nada en el suelo. Es solo que… bueno, quería conocerte.
Se lo quedó mirando de hito en hito. Era rematadamente feo y llevaba unas gafas estilo años sesenta bastante horripilantes.
- Que quieres conocerme, ya. Pues nada hijo, me llamo Celeste - y le plantó dos besos.
No pudo resistirlo, estaba tan contenta que le pareció gracioso seguirle el rollo a ver qué pasaba.
- Yo me llamo Carlos y tú, dijo con aire divertido, tú no te llamas Celeste sino Ana. ¿Tienes un momento? ¿Tomamos un café?
- No puedo, he quedado a comer con mi novio- mintió.
- Sólo será un momento ¿No te suena mi cara? Dame cinco minutos.
Entonces se acordó, era el chico que todas las mañanas esperaba a su novia en el portal.
Entraron en un bar cercano a la parada del bus. En él Carlos le contó que se habían conocido una noche en un bar de Ruzafa hacia unos meses. Él iba con un grupo de amigos y tenían una amiga común.
- ¿De verdad no te suena mi cara?
Desde aquella noche Carlos se había obsesionado con Ana. Todas las mañanas la seguía en su periplo matutino, a cierta distancia para no ser visto. A veces se situaba en mitad de su camino para ver si ella se fijaba en él.
- Sabes - le dijo - yo sé que tú haces lo mismo que hago yo.
Le había tocado pedirse una reducción de jornada para poder abarcar también las tardes.
Ana le miraba entre divertida y alucinada. Después de todo, las gafas no eran tan horripilantes, tenían cierto estilo vintage.
Su ansiedad había ido en aumento. Necesitaba verla a todas horas. Así fue como empezó a barajar la posibilidad de dejar su trabajo, hasta que un día dio con la solución. Echó un currículum en la empresa de Ana  e hizo una entrevista con Elena bastante aceptable. No podía creerlo, pero Elena lo acababa de llamar hacía sólo quince minutos, mientras él espiaba como siempre su salida a comer.
- Bueno la situación es ésta - le dijo- Podríamos trabajar juntos a partir de mañana. Aunque el sueldo es inferior ahora mismo voy a despedirme en mi trabajo, pero antes quería contártelo todo.

Hubo un largo silencio tras el cual Ana lo miró a los ojos y le sonrió ampliamente. Se giró hacia el camarero y pidió dos whiskys.

For the gentleman and the lady Welland, my friends.


jueves, 20 de octubre de 2011

Fue un final apocalíptico

Se llamaba legionella y vivía en el interior de un aire acondicionado. Ella no era, por así decirlo, una bacteria de matices. Más bien lo suyo fuese el paso grueso, la rosca ancha.
Su naturaleza la hacía ser desconfiada y susceptible y solo salía a infectar cuando no había moros en la costa. Si no lo tenía claro, se quedaba colgada de las rejillas del Split viendo todos los programas de corazón que echaban por la tele, lo cual le ocupaba un tiempo considerable que le hurtaba al pensar. Disfrutaba viendo a los periodistas despedazar a los famosos. Se lo tenían merecido ¿Acaso no ganaban dinero a espuertas sin pegar palo al agua? Había en su atenta observación un viejo morbo conocido ya en el circo romano, y no pequeñas dosis de envidia.
Legionella, como otras tantas legionellas, disfrutaba del estado del bienestar que otros habían creado y quizá por no ser obra propia no le conferían demasiada importancia. Tenían un sistema educativo digno, donde educar a sus legionellitos, con garantía de acceso universal, para pobres y ricos. La sanidad garantizaba el tratamiento de todas las enfermedades que sufrían las legionellas, incluyendo los más avanzados equipos de diagnostico precoz frente a las fumigaciones indiscriminadas  que a veces eran llevadas a cabo por los humanos. Pero con respecto a todo esto, la sanidad, la educación, las libertades individuales… actuaban lo mismo que un adolescente descreído, era obligación que lo tuvieran.
Hasta que un día llegó hasta sus vidas un salva patrias que, en mangas de camisa arremangada y sin siquiera corbata, empezó a soltar frases simplistas y redondas con las que convenció a todas las legionellas de que él era el único que podía garantizarles el trabajo. Poco a poco fue encumbrándose y ganando más adeptos. Lo tenía fácil, pues su antecesor, disfrazado de legionella socialista había vaciado esta palabra de contenido protegiendo el sistema financiero y recortando a los menos pudientes. Primero se había dirigido a la Administración general, con una calculada campaña orquestada con la colaboración de los medios de comunicación, todos los funcionarios legionellas eran en aquella época repudiados por los demás, mirados con recelo en el metro. Eran unos vagos, así que el primer recorte, bajar los sueldos, fue abiertamente celebrado ¿De nuevo circo romano? Pasó un tiempo y los recortes fueron bajando el nivel adquisitivo de los recortados, y así, fueron los parados de larga duración los que vieron volar su subsidio. Son unos vagos – jaleaba la gente – que busquen trabajo. Se redujo el gasto en cultura: festivales de cine, bandas de música… ¡Son unos chupópteros! - decían a coro las legionellas no afectadas. ¿Otra vez el deporte nacional? Se hizo una reforma laboral que apretaba las tuercas a los de abajo, se orquestó otra campaña de acoso y derribo contra los docentes que trajo como consecuencia el aumento de su tiempo de trabajo con la consiguiente bajada del nivel educativo…
¿Queréis que os diga que la cosa paró aquí?
Salva patrias entró con más razón que un santo, encumbrado en su mayoría absoluta, jaleado por aquellos a quienes al final iba a joder. Y claro, recortó a lo Cospedal pues ¡no veas cómo encontró aquello!
Fue un final apocalíptico: La comunidad de legionellas fue primero recortada a la mitad. El motivo: una fumigación humana masiva frente a la que sólo pudieron salvarse las legionellas acaudaladas que pudieron pagar la vacuna. El sistema de salud había sufrido tales recortes que ni siquiera hubo para niños y ancianos. Esa élite pudiente que sobrevivió fue nuevamente diezmada por un nuevo ataque y así sucesivamente hasta que en Legionellandia sólo quedó una oligarquía legionellística que vivió desde entonces, en comunidad, en los aspersores del Parque del Turia (zona Palau, of course) No veían la tele, pues desde siempre aborrecían los programas del corazón por ser opio del populacho. Se dedicaban a elevadas lecturas y a lucir palmito con sus coches caros que salvaban vidas (tipo Infiniti)  y sus caros relojes que ocultaban por cantarines y no por pudor. A veces pensaban con nostalgia en aquellas legionellas caídas en el camino. Cuando ellas correteaban por allí sus fastos eran más fastos, pero este pensamiento sólo duraba un momento. Después volvían a lucir marcas en las pecheras y su henchida vanidad les curaba la nostalgia.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Sinsentido


Empieza septiembre.
Las playas de Benissa se vacían de un día para otro y a mí en lugar de alegrarme me entra la penica.
Me miro y tengo canas y cosas peores.
Un viejo de insana piel blanca y camiseta interior de tirantes sucia me mira de forma tan obscena que casi vomito. Igual otro día su osadía me hubiese inspirado piedad, pero este mes no tengo el cuerpo para farolillos.
Conce dice: Ala, ahora a adelgazar.
Sila empieza a mencionar su nuevo cole a todas horas.
Recurro a mi madre que ella siempre me entiende: mamá, que si ciclos, que me agobio, que si ruedas… Hija mía –me suelta- sí que eres floja.
Una dulce melodía deleita mis oídos que aguzo para descubrir al emisor: un puestecillo que vende cedés cerca del mercado. Tras los primeros compases de copla, se abre paso una letra preciosísima: ya verás paloma vendrá el gavilán, ya verás paloma vendrá el gavilán, ya verás paloma vendrá el gavilán que a ti te coma…
¿Por qué todo se ha vuelto cutre de repente?  ¿A dónde fue a parar el lustre?

Cuando el verano pasado paseábamos por las calles barcelonesas con la alegría que da una ciudad para visitar con amigas, quizá intuyéramos ya al hacer la foto, o quizá no, que estábamos representando la vida misma. Y es que la vida, como la foto, es un sinsentido.

 


miércoles, 20 de julio de 2011

Pueblo 4.

PUEBLO 4.
(Texto para adjuntar)

Mar.
Yo no soy escritora, aunque siempre he tenido la necesidad de hablar de mí. Llámalo egocentrismo, pero mirarme el ombligo ha sido desde que recuerde una necesidad. Hoy, por ejemplo, tengo el día libre y no se me ocurre nada mejor que hacer.
Soy dependienta en una pequeña lavandería que hay junto al ayuntamiento, en la acera que enfrenta con la iglesia. Mi pueblo, al igual que mi mundo, es pequeño. Vine aquí a vivir porque me harté de la inmensidad de las ciudades. Conozco, aunque sea de vista a toda la gente de por aquí. Tengo tres amigos: Pablo, Laia y Azucena. Los tres forman el grupo intelectual de la zona. Pablo es traductor de italiano, Laia es la bibliotecaria y Azucena es escultora y una fuerza viva. Yo para completar el círculo me dedico a leer lo que Pablo traduce, Pavesse fundamentalmente, a admirar las creaciones de Azucena, y los libros, películas y discos de la biblioteca que Laia selecciona y compra. Entretanto lavo y plancho toda la ropa de los hoteles rurales de la zona, porque los del pueblo lavan en sus lavadoras. Me gusta el cine de Isabel Coixet porque ella sabe lo que es lavar la ropa. La gente que visita los hoteles es muy cerda porque recogen los charcos de la ducha con las toallas blancas, pero bueno,  gracias a ellos tengo trabajo. Al resto del pueblo los conozco más por sus oficios que por sus nombres: el panadero, la carnicera, la frutera que se llama Generosa aunque pesa los kilos cortos y te pone al menos una pieza podrida entre las demás. El alguacil, la alcaldesa, el cura, el de la casa rural, los prejubilados de la mina que juegan al dominó…
Tengo dos perros, un pez y una mosca. Con los perros y el pez es fácil, darles de comer y hacerles compañía, pero la mosca es una escapista profesional y no quiere más que huir. Tengo que llevar un cuidado enorme cuando salgo por la puerta o abro una ventana. Normalmente cuando voy a salir tomo precauciones y observo  mi alrededor muy atentamente pues cualquier error sería fatal. Si la veo la espanto con mis brazos en molinillo y después salgo rápidamente.  Pablo dice que pensar que una mosca es tu mascota supera el frikismo al que les tengo acostumbrados y yo le digo que traducir a autores suicidas agria el carácter. Entonces Azucena dice: ¡Muy bien! ¡Así se hace! Y me besa la parte da arriba de la cabeza. Yo creo que Azucena querría besarme más, que le gusto un poco, lo que pasa es que como somos amigas no me lo dice. De su última novia ya hace más que algún tiempo y aquí en el pueblo la oferta es tan limitada que resulta inexistente en su caso. Yo a veces la acompaño a Barcelona, salimos, bebemos y ella al final siempre acaba ligando porque es muy guapa, además de lanzada. Entonces vuelvo sola al hotel, y la espero leyendo. Ha habido veces que la he esperado hasta el domingo por la noche, apurando la hora en la que sale el último tren. Por lo general aparece a los dos o tres días con buena o mala cara dependiendo de si del rollete se deriva o no una débil esperanza. En cambio Laia, Pablo y yo somos unos solterones recalcitrantes. Y lo que en Azucena es una constante búsqueda en nosotros tres es una constante huida. Como que sobra.
Yo creo que la vida se puede pasar lavando y planchando. Me he acostumbrado a no pedir nada mas, esto es lo que me han traído mis treinta y ocho: crisis, tristeza y finalmente aceptación. Esto quise ser, quien creí que era y por fin esto soy. Atrás han quedado mis espasmos de huida hacia adelante, aquella época en que llenaba el tiempo con un ir y venir vacio de sentido pero que calmaba la ansiedad, que atiborraba las horas con movimientos inútiles que vaciaban la mente. Se trata de apechugar con las decisiones que tomaste, no hay marcha atrás, pudiste ser otra cosa completamente distinta o no, pero ahora estas aquí, en la casilla 38 del parchís de ocho y puedes tirar y seguir jugando o lamentarte pensando en las posibilidades del tiro anterior.

Pablo.
Me llamo Pablo y soy el rarito de mi pueblo. Mi madre era de aquí, de toda la vida. Un verano vinieron a pasar sus vacaciones una familia de italianos y mi madre quedó embarazada de Paolo, el padre. Mi madre me aseguró que supo que yo venía justo después de que esta familia se hubiera marchado y que no tuvo forma de contactar con él, así que mi padre nunca ha sabido de mi existencia. Yo no he visto ni siquiera una foto suya pero desde siempre he tenido inclinación por todo lo italiano: su literatura, su cine, su historia y por supuesto su lengua. Soy traductor de italiano. Tengo mal carácter y soy, según mis amigas, bastante egoísta. Me avergüenza un poco tener las amistades que tengo pero es que aquí en el pueblo no hay mucho donde elegir. Por ejemplo Laia, la bibliotecaria, siempre callada, siempre como temiendo que venga alguien y la asuste por detrás. Cuando la conocí pensé que era una persona introvertida, algo tímida, pero con el tiempo he llegado a saber que es el miedo lo que la paraliza. Miedo ¿miedo a qué? ¿A que venga un borrego del pastor y te muerda la pantorrilla? ¿A que la panadera te ponga las rosquillas de la semana pasada? Por favor, no la soporto. Siempre hablando bajito como si toda su vida sucediese en el interior de la biblioteca.  O la friki de Mar que se dedica a limpiar la mierda de los señoritos de los hoteles teniendo la herencia de su marido intacta. Gástate la pasta y deja de limpiar mierda, le digo ¿qué falta te hace? Tú no lo entiendes ni lo entenderás jamás. Por eso no me molesto en explicártelo. Y deja de meterte en mi vida ¿qué falta te hace?
Azucena es otra cosa, casi lo contrario a las anteriores. Vive a ritmo de primer día de rebajas aquí en un pueblo de 400 habitantes. Hace escultura pero también instalaciones por toda Europa. Yo la he acompañado a alguna. Se ha ganado un puesto en lo suyo, aunque no sé si merecidamente porque a veces hace cada mierda... En fin, que a eso se reduce mi grupo de amigos porque aquí, en el pueblo, la media de edad ronda los 70.
Laia.
Mi nombre es Laia. Los hombres dicen de mí que soy tan fea que solo valgo para trabajar, y eso es lo único en lo que invierto mi tiempo, en trabajar en la biblioteca de mi pueblo. A veces quedo con mis amigos Pablo, Mar y Azucena, que son encantadores. Me hacen la vida más agradable, porque a parte de ellos estoy sola en la vida. No tengo familia desde los 17. Me gusta el vino. Yo misma hago el mío propio porque aquí en el pueblo hay costumbre. Este año los de la cooperativa dicen que saldrá bueno, que daba una graduación de 14 al llevarlo. Por las noches bebo. Sola. Intento no hacerlo, pero a eso de las diez, después de cenar, hay como un resorte en mi mente que me hace beber y olvidar. Esto solo lo sabe Azucena porque alguna noche ha aparecido a horas intempestivas y me ha pillado. Azucena es así, se te planta sin avisar con cualquier escusa estúpida, pero confío en ella. Sé que aunque me regaña no va a ir aireándolo por ahí. Imagínate si en el pueblo se supiera, todas las beatas iban a poner el grito en el cielo. Me gusta Internet porque me da la posibilidad de leer a gente que esta fuera de los círculos editoriales. También me gustan el flamenco, el jazz y las películas antiguas. Compro las que puedo con los míseros fondos de la biblioteca pero luego nadie las coge y me deprimo enormemente. El otro día una vieja me preguntaba que cuándo iba a traer el Papito de Miguel Bosé. Yo le dije que lo pondría en las desideratas y en cuanto se fue saqué mi petaquita y me eché un traguito. 

 Soy Azucena. La artista de esta exposición: Pueblo 4.
He pedido a mis tres mejores amigos que me ayuden con la instalación que ven ustedes expuesta: les convencí para que escribieran unas líneas sobre sí mismos y sobre los demás para utilizarlas sobreimpresionadas en fotografías y vídeos del proyecto Pueblo 4. Y así ha quedado, como observan ustedes en este momento.
Y ahora me toca hablar un poco de mí, pero también un poco de ellos.
Yo creo fervientemente que la gente está necesitada de amor. Sí, aunque suene a Beatles. Nos escondemos en nuestro caparazón, en nuestra coraza, y esperamos, cual portera de finca, para largar al que se acerque con cajas destempladas ¿Por qué? Vete tú a saber. Y lo peor de todo es que se acrecienta con la edad. Pero a poco que insistas, a poco que rasques a unos centímetros de la corteza, encontrarás que la gente se siente sola: ¡solísima! Y ahí es donde entro yo, porque soy, por así decirlo, un alma caritativa, humana, compasiva y comprensiva, misericordiosa, piadosa, humanitaria y bondadosa.
Es cierto, como asegura Mar, que a veces ligo en Barcelona, pero eso solo ocurre cuando ella me rechaza, porque el resto de las veces me acuesto con ella y le hago el amor. Así se olvida un rato de sus toallas sucias y de la ausencia del amor de su vida: su marido que murió hace un par de años.
El duro e insensible de Pablo también necesita amor, o al menos eso es lo que a mí me parece cuando me acompaña a alguna exposición y por la noche me deja colarme en su habitación.
Laia por su parte es toda dulzura, y cuando veo su facebook conectado a las 3 de la mañana sé perfectamente que se siente sola y que me necesita. Entonces me presento en su casa, la riño por borracha y le doy los besos que no pide por timidez.
Supongo que en la exposición que se celebra en agosto y septiembre en Moscú habrá poca gente que sepa español. De entre ellos, aunque asista alguno que sepa el idioma, dudo que se pare a leer porque, está demostrado, cada vez se lee menos. A mis amigos no les voy a enseñar la parte que aquí escribo. Así que todo esto de poco servirá. Por mi parte es suficiente. Quiero agradecer a los moscovitas el espacio prestado para este grito ahogado:
En mi pueblo somos 4. Nos amamos. Y lo escondemos.  Lo que ocurre, es que a mí me gusta esconderlo al sol.