domingo, 29 de julio de 2012

ORBUÁ


“Rosalía di Credo era hermosa, con esa belleza flaca que sólo necesita para manifestarse, la menor cantidad de carne posible” Marguerite Yourcenar. El denario del sueño.

Rosalía di Credo era hermosa, con esa belleza flaca que sólo necesita para manifestarse, la menor cantidad de carne posible.  La edad y la vida habían dado a su boca un rictus rectilíneo que no ascendía ni bajaba más que en contadas ocasiones. Caminaba de puntillas, como si tuviese miedo de pisar de un momento a otro una mina enterrada y trataba de disimular constantemente la falta de sintonía entre sus actos y sus pensamientos.
Quizá Rosalía di Credo hubiese sido infeliz en un matrimonio perpetuo, no obstante y pese a saberlo, lo deseaba y se compadecía por no alcanzarlo. Había nacido un año antes de que el hombre llegase a la luna y a sus cuarenta y tres recién cumplidos, todavía desvelaba el sueño de muchos en las noches de plenilunio.
Una tarde en que Rosalía, huyendo del calor de su vieja casa, había ido a sentarse en uno de los bancos que jalonan el paseo marítimo, conoció a Genoveva, una fotógrafa que trabajaba en esos momentos en la instantánea de un anuncio de helados con cuatro modelos italianas.
- Dame tu teléfono, anda – le dijo Genoveva casi sin parar de disparar su réflex.
Rosalía miró sorprendida a la fotógrafa, tenía pinta de golfillo: el pelo muy corto, camiseta negra de tirantes muy ceñida, un cuerpo fuerte, musculado, fibroso.
- ¿Y para qué quieres tú mi teléfono?- le respondió asustada de su propia audacia y desparpajo.
- Espérame veinte minutos y te lo cuento.

Desayunaron con vino de la Terras altas.

Jamás en la vida había conocido Rosalía aquella voluptuosidad, aquel explosionar de la vida; qué de piruetas, qué de vértigo en el estómago, qué risa.
Su amor duró lo que dura un embarazo hasta su parto.
Rosalía quiso dejar las cosas claras, atar aquello que no se debe ni se puede atar.
Una noche, llorando, le pidió ser su novia:
- Quiero que seas mía y de nadie más.
- Pero yo soy de la naturaleza, del viento, de todos, de nadie… - le respondió Genoveva, sintiéndose culpable de un crimen que no había cometido.
Desde aquella conversación ninguna de las dos quiso, ni pudo, reformar o reconvenir su postura; y aferradas cada una a su islote flotante se fueron separando más y más.
Una tarde que Genoveva miraba el cielo con una copa de vino en la mano, sintió un fuerte deseo de asesinar el sentimiento de culpa que oprimía sus entrañas. Cogió el teléfono, llamó a Rosalía, y aprovechando la circunstancia de que ella era, sin duda, la más cosmopolita de ambas, le dijo: ORBUÁ.



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